jueves, 20 de diciembre de 2007

Sin Salida




Siempre fuiste algo que no pude alcanzar. Me sentaba en mi sillón a contemplarte mientras te paseabas por todo el lugar y nunca me diste la mínima chance de tener algún tipo de contacto contigo. Será que no podía entenderlo, o que no cedías ni un poco. Luego me levantaba y salía de esa habitación un poco oscura y un poco iluminada. Me gustaron siempre los ambientes así para descansar, con alguna luz cálida y perdida, ese aire nocturno en el que me podía esconder. Igual siempre te tomabas el atrevimiento de estar presente incluso cuando no estaba para nadie. No sé que nos pasó, pero dejé de prestarte atención cuando me resigné a tu rechazo. Supongo que después de aquello habrás pensado que tendrías que llamar mi atención; todos lo hacen cuando ya no representan esa figura importante en el otro. Me buscabas todo el tiempo, te sentía por todos lados y tu presencia empezó a inquietarme.
Me venciste. Me obligaste a encerrarme en la eterna soledad. Pensé que sería el punto final a tu persecución, pero fue cuestión de momentos para darme cuenta que ahora eras lo único que me rodeaba en aquel lugar: tu oscuridad, tu dominación y tu imparable presencia en mí.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Sobretodo Azul


En memoria de desencuentros que nunca debieron haber ocurrido...



1.

Un día como cualquier otro, comenzamos a hablar. Todavía mi memoria no me ayuda a recordar con exactitud como fue que cruzamos nuestras charlas, pero lo importante es que ocurrió. Encontramos temas tan rápidamente que fue difícil mantener conversaciones que duraran sólo minutos. Siempre nos íbamos por las ramas, hablábamos de tantas cosas y despedirnos era algo generalmente muy molesto ya que interrumpía la mejor parte.
Éramos dos gotas de agua y a la vez perro y gato; creo que esas cosas nos hacia tan unidos. Nos tornamos confidentes en temas muy personales; admito que terminé contando secretos que jamás en mi vida pensaba exprimir de mi retorcido escondite de vergüenzas.
Se hacia tan ameno el ambiente en que nos desenvolvíamos que no tenia pudor alguno en contar mis detalles más dolorosos. Cabe destacar también que cada vez que hacia comentarios de ese estilo, se esmeraba en hacerme notar que esas cosas eran imperfecciones perfectas que hacían a las personas únicas. Ay, esas expresiones con vueltas rebuscadas me encantaban. Indudablemente me sentía cómo esa única persona capaz de entender palabra por palabra lo que me quería transmitir en sus oraciones.
Lenta y rápidamente se empezó a despertar en mí una sensación algo extraña, algo conocida. Esa vibra estomacal. Las charlas se hacían más jugosas, los nervios por respuestas esperadas se hicieron más usuales en mí. Las dudas ante impuntualidades y las ganas reprimidas de preguntar lo que no me incumbía.
Lo que pronto se avecinaba pasó: largas noches interminables observando el techo de madera, horas y horas mirando las mismas fotos una y otra vez observando esos mismísimas imperfecciones únicas y tan encantadoras. Qué podía hacer si sentía que esto era un error mío. El miedo al rechazo, a lo que yo era. Después de tantos halagos las certezas de que probablemente lo habría dicho sólo para hacerme sentir bien con mi persona pero no porque de verdad lo creyera así, sino sólo porque era tan gentil, tan amable. Sí, encontraba justificativos para todo. Cada duda, cada error, cada mínima punta de la que podría agarrarme para dejar esta situación atrás me estaba matando porque cada vez que intentaba pensar que era de una forma, mi propio corazón me negaba que fuera así. Todo quería indicarme que el amor se había tomado la libertad, la molestia y la insolencia de entrometerse en lo que pensé o lo que quise creer fue una inocente amistad.

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2.

Tardé veinte minutos en marcar correctamente su número. El papel con el teléfono escrito en él temblaba en mi mano agitada; cuando lograba apretar los primeros números me repetía una y otra vez qué diría. Terminaba de marcar y cortaba sin siquiera dar tiempo a que diera tono en su casa. Me indigné con tan insoportable actitud de mi parte, di vueltas en mi habitación y sin pensarlo marqué.
- ¿Hola?
- Hola, ¿cómo estás?
- ¡Ah! Sos vos, qué lindo que llamaras.
Callé. Seguramente habría sentido mi respiración asustada del otro lado porque rápidamente empezó a hablar, quizás de la incomodidad o quizás para evitarme más nervios.
- Hace un tiempo que no te encuentro; quería hablar con vos.
- ¿En serio? Yo también. Eh…es más, te estoy llamando precisamente por eso. Necesito…bah, quisiera que nos encontráramos.
- ¿Encontrarnos?
Silencio de nuevo; esta vez yo no tenía el monopolio del nerviosismo telefónico.
- Mañana a las 8, voy a estar con un sobretodo azul marino. En ese café del que hablamos una vez, ¿está bien? Me tengo que ir. Disculpa.
- Sí, me parece buena idea. Espero que estés bien, cuidate. Nos vemos.

Sin decirme una palabra a mi espíritu revuelto, sólo me acosté y cerré los ojos. Adopté todas las posiciones conocidas intentando conciliar el sueño, en vano. Pensaba una y otra vez qué haría mañana. Observando mi guardarropa, divisé el sobretodo. Se me apretó el estómago, las manos comenzaron a transpirar. Volví a dar vueltas con incomodidad, miedo y ansiedad. Necesitaba hablar con alguien, buscar un consejo o una mano amiga, pero a las cuatro de la mañana sólo conseguiría un gruñido o un insulto.

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3.

Desde la mañana siguiente hasta casi la hora del encuentro no hubo sino pánico. Me sentí un objeto absolutamente entregado a las circunstancias. No pude hacer más que pasearme por mi casa sin rumbo. Tampoco había dormido en toda la noche, así que mi aspecto dejaba mucho que desear. Me reproché eso y fui directo al baño; necesitaba más presencia que sólo mi conjunto de imperfecciones perfectas. Ay, capaz sólo eran mentiras y creía que con aquellas palabras que con tanta frecuencia habían salido de su boca ya no haría falta ninguna preparación. La charla del día anterior me había bloqueado cualquier tipo de seguridad y cada quince minutos retumbaba en mis oídos el tono de su voz.
Desfilé el sobretodo con valentía, como haciendo alarde de quién lo estaba usando. Mordí mis labios y me senté en el sillón cómo resignándome al hecho de que no era más que mi propia persona haciendo de percha de la prenda que me distinguiría esa noche. Entre jaquecas y tristezas reaccioné. Podría jugar un poco con mi ventaja.
Las nubes comenzaron a amontonarse en el cielo azul y el sol caía a su tiempo. La hora se acercaba cada vez más rápido y fue increíble la forma en la que el tiempo parecía pasar tan veloz y tan lentamente a la vez. Estas confusiones me estaban llevando a la completa insania. De todas formas, mi plan estaba pensado. Pasar la noche en vela me había dado esa posibilidad de comprender la ventaja que yo poseía en esta situación tan extraña y tan extenuante para mí.
Dieron las siete y media, guardé mi paraguas bajo mi sobretodo y partí.

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4.

Permanecí en mi lugar, en la parada de colectivo, mirando fijamente el lugar del encuentro desde la otra vereda. Pensaba permanecer ahí hasta ver a alguien que sin duda alguna estuviera esperando una aparición. No fue difícil encontrar aquel rincón cercano al café; no estaba muy expuesto y se hacía fácil visualizar los transeúntes que pasan por la calle. Supuse que resaltaría entre la gente un sobretodo azul, así que sólo me decidí a esperar.
No niego que comenzó a ahuecarse mi estómago al cabo de dos minutos pasadas las ocho. Era primavera, pero la oscuridad comenzaba a hacerse más notoria puesto que se avecinaba una tormenta sin duda bastante fuerte. A medida que la gente se iba caminando o se subía al colectivo que pasaba por allí me fui quedando en soledad con mi alma. La ansiedad me invadió, luego la incertidumbre. Todo finalizó en una lágrima.
Salí de mi rincón y me paré en el asfalto. Dejé que la lluvia en sus gotas pesadas me limpiara la decepción y el desamor de mi rostro. Un suspiro bastó para que sacudiera mi tensión acumulada y decidiera partir. Una última mirada a la esquina del desencuentro fue lo último que necesité para decirme a mí y a mi corazón que claramente debería haberme quedado con mis palabras en mi boca.
Tomé el sobretodo y me lo puse; ya no me interesaba demasiado que se mojara. Ya no había más personas esperando conmigo a ningún colectivo; abrí el paraguas y me despedí para siempre de lo que creí hubiera sido la visión más real y hermosa de mi vida.

Lejos, muy a lo lejos, se podía divisar alguien paseando con desgano por la mojada calle del café tapado por un húmedo sobretodo azul. Al otro lado del café, en dirección opuesta, las luces que flanqueaban la calle dibujaban la sombra de un paraguas que evitaba que alguien mojara su cara más de lo que ya sus lágrimas lo habían hecho.


Fin.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Mi Manjar

Cuando estemos solos en la tarde... en esas tardes cálidas y oscuras, donde sólo un poco de sol pueda escabullirse entre nosotros. Voy a dar vueltas entre las sábanas buscando tu cuello. Un ronroneo de pereza dando vueltas en el ambiente, sonriéndonos plácidamente. Mis pies descansando en tu almohada más mullida, mi preferida. Tu respiración en mi oído. Esa piel tan sabrosa, tan dulce. Te encontraré con mis manos y llegaré hasta tus ojos. Tus brazos en mi espalda, mis piernas enlazadas. Caída la noche, tu boca será la última víctima de mi exquisito paladar.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Despedida





Escríbeme una carta, un mensaje de despedida. Dime todo lo que has perdido al no poder llegar a decir de tu boca todo lo que ahora escribes en ese papel. Escríbeme, escribe tus palabras. Escribe aquello que no has podido expresar, escribe, escribe lo que no pudiste modular. Todo aquello que no pudiste alcanzar, aquello que a mis oídos no pudo llegar y ahora esperas que mis ojos puedan descifrar. Escríbeme, escríbeme. Escribe lo que no pudiste abrazarme, lo que no pudiste besarme, lo que no pudiste tocar. Escribe en tus líneas, como si salieran de tus labios las frases perdidas. Escríbeme. Escribe una carta, un mensaje de despedida. Para cuando la reciba, tú ya no estarás.